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KISS Bienvenidos Al Show
Por: Pedro B. Rey
De: RollingStone – Nº 13 –
Abril 1999
En Utrech, Holanda, en medio
del Psycho Circus Tour y días antes de su llegada a Buenos Aires, los
cuatro miembros originales de KISS hablaron en exclusiva con Rolling
Stone y confirmaron que hay vida después de las máscaras.
A Paul Stanley y a Gene
Simmons les gusta comparar la supervivencia de KISS con una batalla.
“¿Por qué seguimos tocando? Porque seguimos derrotando al resto. El día
que perdamos, cuando veamos que alguien puede hacer las cosas mejor que
nosotros, nos vamos derechito a nuestras casas”, me dice sin su máscara
el hombre de la estrella.
El backstage de KISS tiene
algo de campamento nómade, con su masa indefinida de gente que viene y
que va, como si se tratara de tártaros organizados para el asalto de una
nueva fortaleza. En el bar entran técnicos de sonido, coordinadores,
encargados de prensa. El catering es fundamental en cualquier campaña,
no solo en la de KISS. Napoleón bien puede echarle la culpa de su
fracaso en Rusia al desorganizado avituallamiento de su ejército.
“Teniendo en cuenta semejante antecedente, preparamos todo lo mejor
posible”, dice con impenetrable seriedad un miembro de la corte del
grupo. No es broma: todos los ojos están puestos en Moscú y en San
Petersburgo, donde KISS tocará justo antes de llegar a la Argentina.
Para el grupo, la conquista
de esa zona –exótica a sus ojos- es el gran desafío de este tour. Pero
aún faltan Milán, Viena, París, la segunda vuelta por Alemania. Y la
plaza de Utrecht, en Holanda, donde tocarán en apenas tres horas. De
fondo se oye la voz de Stanley que insiste con el estribillo “Welcome to
the show”, del tema principal de Psycho Circus con el que abren cada
recital.
La banda clava los frenos,
da marcha atrás y vuelve a empezar. La guitarra de Ace Frehley
chisporrotea en su último intento por pulir un sonido todavía precario.
Peter Criss sacude los
palillos, mientras el bajo de Gene Simmons bosteza guturalmente.
Inmersos en la continua rueda de la gira, los cuatro músicos ya no están
muy seguros de en qué punto del mapa se encuentran. Pero, por las
dimensiones del estadio en que ensayan, se dan cuenta de que no es una
gran metrópolis; apenas la ciudad universitaria por excelencia de los
Países Bajos. Aunque cómodo y moderno, se asemeja a un depósito estrecho
y largo. Y el sonido sale despedido del escenario como una tromba de
fuego hasta perderse en el fondo. “Es un lugar ideal para nuestro show”,
me dirá más tarde Stanley. “Hay un contacto permanente con la gente, y
el sonido no se diluye como en otros lados”.
Los músicos se toman su
tiempo, pero frente a las puertas herméticamente cerradas hay ya una
buena turbamulta arracimada que espera encontrar su lugar cerca del
escenario. Un crítico musical francés me dice que la mayoría de los
fanáticos europeos de KISS están en Alemania, Holanda y los países
escandinavos. “Les encanta ABBA y Die Toten Hosen… también KISS. Tienen
un excelente gusto para el kitsch”. Más allá de la ironía, no está
errado. Quizá sea difícil encontrar en otras latitudes semejante
heterogeneidad en un show de KISS; hay muchos adolescentes, pero son
minoría. Una buena franja del auditorio forma parte de la generación que
a los 40 empezó a echar panza. Casi todos están felizmente
pintarrajeados como clones de los integrantes del grupo. Los menos
copiados son los súper históricos Stanley y Simmons.
Por la ciudad pululan los
dobles de Frehley y de Criss. No es casual; si Stanley y Simmons son el
alma y la esencia del grupo, el guitarrista y el baterista que
retornaron a la banda a fines de 1996, son los verdaderos hijos
pródigos. Y, aunque hoy todos conozcan sus caras reales, son también
quienes nunca traicionaron la recuperada esencia de KISS; jamás tocaron
con el grupo a cara lavada. Sin ellos, el actual revival circense jamás
habría sido posible. “Me siento con veinte años menos”, dice un símil de
Frehley perdido entre el público de la entrada, tan mimetizado con el
personaje que roza la esquizofrenia. “¡Qué bueno es estar de vuelta!”.
Los instrumentos se apagan
gradualmente y termina el mini recital para la audiencia de hombres
camuflados. Los tímpanos, que empezaban a acostumbrarse a ese sonido
siderúrgico, dejan de repiquetear. De a poco los músicos bajan del
escenario y vestidos informalmente, sin rastros de maquillaje, deambulan
entre los soldados rasos sin que nadie les preste mayor atención.
Paul Daniel Frehley, alias
Ace, pasa de largo en una cerrada charla con una rubia y desaparece.
Stanley, en zapatillas y pantalones de entrecasa, va de un lado para
otro como si quisiera estar al tanto de las últimas novedades. Simmons,
vestido de religioso negro, parece un vampiro reconcentrado en si mismo
que medita sobre un tema filosófico. Tommy Thayer, el tour manager, a
pesar de su permanente audífono en los oídos, está tan relajado como
todos. La batalla de Utrecht es apenas una escala. No hay huellas de la
neurosis que suele alborotar a la tropa en lugares como Berlín – si hay
una ciudad europea que conviene a la imagen gótica de KISS es la capital
alemana – o París. O Buenos Aires.
En el principio, en los 70,
no dejarse fotografiar a cara lavada era un juego. La historia se repite
dos décadas después. No importa que ahora los cuatro músicos sean
suficientemente conocidos. Si uno se cruzara por la calle con Gene
Simmons de civil, lo identificaría al instante. Acaso lo favorezca su
efímera carrera como actor, pero algo parecido ocurriría con los demás.
¿Mera estrategia de
marketing? Se dice que lo que buscan es disimular los estragos del
tiempo. Cuando Stanley Harvey Eisen (alias Paul Stanley) se sienta
delante de mí trato de descubrir si el rumor tiene fundamento. Sometido
a un examen imparcial, el rostro parece haber sufrido alguna cirugía.
Hay arrugas, pero son lógicas; Stanley ya no tiene 20 años. El chico
salido de una familia apasionada por la ópera italiana no es más que un
recuerdo. Sin embargo, su estado físico es inmejorable. Es el único de
los cuatro que en ningún momento se quejará del cansancio que produce
tocar cada noche en lugares distintos. Cuando le pregunto qué diferencia
hay entre esta versión fin de siglo de KISS y la original, el hombre de
la estrella, contesta con la asepsia de una grabación. (Mea culpa:
probablemente haya oído la misma pregunta trillones de veces durante el
último año). “En su momento fue como haberme reencontrado con una vieja
familia que no se reunía desde hacía mucho tiempo. La música sigue
siendo la misma. Pero te mentiría si no reconociera que estamos más
viejos. Pero eso no es negativo; al contrario. Somos muchos más
inteligentes ahora que en los 70. Este KISS es el mejor de todos los
tiempos”.
A KISS se lo puede acusar de
un mal gusto militante, de ciertas limitaciones musicales o de un
evidente conformismo. Se lo digo, “Celosos, celosos nadie soporta
nuestro éxito”, me corrige Stanley. Es cierto que nadie puede discutir
la inteligencia del grupo. Su manual de supervivencia en el mundo del
espectáculo es un ejemplo (como en otro registro, es el de los Stones).
En Unmasked (1980) los KISS habían hecho el amague: cómics mediante, se
sacaron la careta para dejar a la vista la misma cara pintada. Pero tras
las pérdidas de Peter Criss en 1980 y luego Ace Frehley, a fines del 82,
la banda tuvo que encontrarle una razón a su permanencia. Con el
baterista Eric Carr y el efímero Vinie Vincent en guitarras, se dejó ver
al natural en la tapa de Lick It Up (1983). Un golpe de efecto maestro.
Tras las deserciones, KISS comenzaba a parecer un mal calco de sí mismo.
Probablemente el grupo haya
tenido algunos de sus mejores momentos sin rastros de make up, pero a
mediados de esta década la mística empezó a desvanecerse. Especialmente
tras la muerte de Eric Carr, en 1991. La cantilena de fans (¿Cuándo
vuelven a pintarse?, ¿Cuándo vuelven Peter y Ace?) repiqueteó mil y una
vez en los oídos a Stanley. Y entonces, nuevo golpe de efecto: los
viejos tiempos glam resurgieron de la nada. “Yo no soy sólo un músico”,
se defiende Stanley. “Soy un artista. Y había algo que me estaba
faltando”.
Ninguno aducirá razones
financieras para el reencuentro. Peter Criss, que se dedicaba felizmente
a sus proyectos personales, me dice: “Yo estaba bien, era
multimillonario. Cuando me llamaron en el 96, me dije: ¿Para qué volver
a subirme a un escenario con KISS? ¿Para qué meterme en estas largas
giras agotadoras? Si vuelvo debo estar loco… y acá me tenés”.
Stanley parece franco cuando
insisto en saber por qué decidieron recuperar el maquillaje: “Es simple.
Hay un momento en el que uno se da cuenta de que el tiempo que le queda
es limitado. Si alguna vez decidíamos volver atrás, había que
planteárselo sin rodeos. De repente, todos nos pusimos de acuerdo”.
Hay otra razón que los llevó
a recuperar el viejo costado lúdico y teatral: KISS estaba
convirtiéndose en un grupo más. Mítico, sí, pero uno más. Stanley está
casi de acuerdo: “En los 70 establecimos un nuevo estándar para muchas
otras bandas. Fuimos los primeros en ser un espectáculo con mayúsculas y
teníamos que estar a la altura de lo que nosotros mismos habíamos
establecido. Hubiera sido estúpido dejar que otros tomaran esa bandera.
Contra lo que digan, ser una banda teatral es buenísimo. Sobre el
escenario debemos justificar el dinero que la gente ha pagado por el
show”.
Suena como frase de ocasión,
pero él no está de acuerdo. “Te digo la verdad: detesto el sistema de
rock convencional. Es tan aburrido, y la mayoría de lo músicos son tan
engreídos… Cuando vas a un recital tenés la sensación de que los tipos
te están haciendo un favor al tocar. La mentalidad de la mayoría de los
rockeros es una mierda absoluta. No les importa el público. Yo toco rock
& roll, sí, pero también me subo a un escenario. Soy un showman. Si
alguien sólo quiere oír música tiene que ir a una disquería, comprarse
unos cuantos cds y ponerlos en su equipo”.
KISS tuvo dos etapas bien
marcadas, divididas por la utilización de cosméticos. En el camino
quedaron unos cuantos músicos: Carr y Vincent; Mark St John, que se fue
del grupo cuando una extraña forma de artritis le impidió tocar los
solos de guitarra; el guitarrista Bruce Kulick que estuvo doce años con
la banda, y Eric Singer, que permaneció al frente de la batería desde el
91 al 96. El retorno de la formación original se parece bastante a un
sacrificio, a un intento de hacer tabula rasa con todo el pasado.
“Todos, absolutamente todos, le dejaron algo a KISS”, dice Stanley. “Sin
ellos no estaríamos donde estamos. Habríamos desaparecido. Y es bueno
aclarar que seguimos en buenos términos. No hay rencores, sólo
agradecimiento”.
Le hablo a Stanley de la
idea de los dos KISS: el circense, más rudimentario y más pop, y el de
la etapa desenmascarada, cercano a un rock más pesado. “Creo que existe
un sonido KISS. El grupo siempre tuvo una música identificable. Nos
inclinamos hacia una u otra dirección, pero nuestra música es igual.
Esto a veces nos pone en el centro de las críticas, pero se trata de una
verdadera postura: nunca quisimos cambiar. Al contrario, tenemos la
obligación de ser fieles a nosotros mismos”.
El establishment del rock,
aún los mira con desdén. A pesar de su más de un cuarto de siglo de
vida, a pesar de su apabullante éxito de ventas y en los charts. Le
pregunto a Stanley si, en lo personal, le molesta no estar en el Hall Of
Fame: “En absoluto. No me preocupa no estar allí, como tampoco me
molestará no estarlo en el futuro. Sólo que si no entramos será,
obviamente por una razón política. Sería ridículo que KISS, después de
todo lo que hizo, no fuera de la partida. A esta altura de los
acontecimientos, me parece que ya nos clasificamos. Pero en el fondo me
importa un bledo que unos tipos, a los que no conoce nadie, de tanto en
tanto se encierren en un cuarto para decidir a quién le corresponde ese
privilegio y a quién no. Para mí lo más gratificante es que la gente
siga viniendo a nuestros conciertos. Te voy a decir la verdad: mi premio
mayor son las cantidades de discos que vendimos. Nada más”.
Gene Simmons da vueltas con
su sacón de cuero. Unas horas más tarde estará sobre el escenario
vomitando sangre de utilería, arrastrando su armadura de demonio y
haciendo piruetas con su lengua. Cuando me dispongo a saludarlo me
preparo para un apretón criminal, pero pronto me siento aliviado: la
mano del vampiro es elegante como la de un lord inglés. Simmons tiene un
aire de ligera fatiga, pero en escena el paso cansino desaparecerá
mágicamente. El hombre que alguna vez fue maestro de escuela sigue
siendo el emblema del grupo. Aunque nació en Haifa, Israel, bajo el
nombre de Chaim Witz, en los Estados Unidos adoptó el de Gene Klein (que
es el nombre de nacimiento que equivocadamente registran las
enciclopedias), para finalmente asumir el de Gene Simmons.
Quiero saber si es difícil
tener como principal socio a este personaje nómade y enigmático que
parece pulverizar cucharas con la mirada. “No, para nada. Nos conocemos
desde hace demasiado tiempo. Tenemos dos maneras muy diferentes de
aproximarnos a las cosas; discutimos mucho, nos peleamos sanamente, pero
nunca llegamos a mayores. Creo que la tensión de esos dos puntos de
vista se ve sobre el escenario y nos da un toque especial”.
- ¿Y en que se diferencian
esos dos estilos?
- Bueno, para empezar, en
que yo siempre tengo razón – afirma Stanley cuando Simmons se aleja y no
puede escucharlo. Y aunque se ríe de lo que dice, parece convencido de
ser el alma intelectual del grupo. Basta oírlo: “Hablando en serio, creo
que yo estoy más preocupado por la sustancia de la música, y Gene…
bueno, él está más interesado en la imagen, en el gran show, que ves
algo infinitamente valioso”.
Cuando el maestro Gene y el
estudiante de artes Paul Stanley se conocieron a fines de los 60,
decidieron crear un grupo con la siguiente consigna: cada uno de los
integrantes debía ser una estrella. Los cuatro modelos en que se basó
KISS fueron, por inverosímil que parezca, Lennon, McCartney, Harrison y
Starr. “Generalmente, cuando nos hablan de nuestras influencias, todo el
mundo apunta al lado equivocado. Nuestra inspiración siempre fueron las
grandes bandas de aquellos días: Los Beatles, en primer lugar. Pero
también los Stones. Y más tarde, también, Led Zeppelin. ¿Black Sabbath?
Me caen muy bien, pero no me influyeron en lo más mínimo. Tenemos puntos
de contacto, hasta tocamos juntos, pero de ahí a que nos hayan dejado
alguna marca hay un largo trecho”.
No hay que ser un
especialista para advertir que los KISS no son Los Beatles. Pero a su
favor puede decirse que, si bien es claro quiénes son los dos líderes
sobre el escenario, tanto Ace Frehley como Peter Criss son estrellas con
luz propia. No sólo por las máscaras: tanto uno como otro componían y
cantaban. Y lo siguen haciendo en esta nueva etapa. No es poco homenaje
al baterista, por ejemplo, que los recitales del grupo cierren con el
hombre-gato sentado en una banqueta cantando en plena soledad, “Beth”.
La democrática consigna, sigue en pie.
El agotamiento esta marcado
a fuego en la cara de Peter Criss. Le duelen los huesos, me dice. En
efecto, cuando se sienta tengo la sensación de que los escucho crujir.
“Casi todas las noches, un show. A esta edad, un baterista lo siente. Y
eso que ya no tomo ni me drogo ni nada”, dice, riéndose de sí mismo.
Está eufórico con Psycho Circus, el disco con el que retorna a KISS tras
su paso como invitado en el unplugged. Pero más feliz todavía está por
su vida personal: “Tengo una mujer veinte años menor que yo, la cual
siempre te levanta el ánimo; mi hija mayor cumplió 18. Personalmente,
nunca estuve mejor. Pero te voy a confesar una cosa: extraño bastante. A
veces sueño que me despierto y que estoy en mi casa de Los Angeles”.
A Criss le encanta que lo
entrevisten. No lo toma como una carga. Durante el show lo he visto
reclamarle al tour manager que los fotógrafos se ocupen de él, y no sólo
de la solicitada lengua de Simmons o de los besos glam de Stanley. Es
simple, conversador, campechano, y su palabra preferida es cool. Imagino
que los años que permaneció lejos de KISS deben haberlo sumido en la
depresión. Error. “Me dediqué a mis cosas, a mis proyectos alternativos.
Lo necesitaba y fue muy enriquecedor”. También cuenta sin pudor lo que
sintió al reconquistar los viejos palos de la batería de KISS:”Fue raro,
¿no? Era como ingresar en el túnel del tiempo. Pero enseguida, casi
automáticamente, volví a sentirme como en casa”.
Las raíces musicales de
Criss difieren sustancialmente de los restantes miembros de la banda.
Confiesa ser un fan del baterista Gene Krupa y de Frank Sinatra. “Frank
es el mejor de todos, lejos…quiero decir: fue”. Entrevistar a KISS y
terminar recibiendo una cátedra acelerada de jazz no está desprovisto de
encanto. “¡Lo mío es el swing!”, me dice. “No el bop ni nada de eso. ¡El
swing! Y pasa a relatar que, paralelamente a su labor en KISS, en sus
tiempos libres sigue manteniendo una banda de jazz. “Son dos cosas
distintas. Tocar jazz es un placer íntimo, es música en estado puro;
subir al escenario con KISS, en cambio es sinónimo de adrenalina”.
La aplicación de las
máscaras es, me imagino, agotadora. ¿No le tenés alergia a pintarte como
en la época de “Love Gun”?
No, me reacostumbré
enseguida y me resulta bastante divertido. En la primera época nos
pintábamos a toda velocidad y salíamos al escenario. Liquidábamos todo
en 45 minutos. Ahora nos tomamos todo con calma. Nos hacemos chistes,
hablamos de cualquier cosa que se te ocurra. ¡Nos lleva dos horas por
reloj!
Por simple acto reflejo miro
la hora. Son las 7 de la tarde y el recital está anunciado para las 9 en
punto. Meter, según parece, se quedará hablando hasta la madrugada sobre
su colección de jazz o sobre cualquier otro tema. Cuando le digo que es
la hora señalada, tiene todavía tiempo de decirme: “Lo creas o no, estoy
escribiendo un libro, una biografía del grupo. Tengo anécdotas en
cantidades industriales…”
La puerta es pequeña y esta
pintada de azul. Esta absolutamente prohibido trasponerla e incluso
-parece- mirarla fijo. Es hora de que los músicos salgan al ruedo. Diez
minutos antes del show –que empezará puntualmente- llega el momento de
la sesión de fotos. El primero en mostrarse es Paul Stanley. Apretujando
una esponja para despejar la tensión, con una peluca negra, está
irreconocible. Hace frío y Stanley se abraza a sí mismo. Cuando avanza
montado en sus psicodélicos tacos plateados de por lo menos 40 cm.,
apenas puede dar dos pasos sin desmoronarse. (Esa imagen de fragilidad
se trastocará cuando trepe al escenario, que recorrerá en un perfecto
ejercicio atlético, inclusive colgándose de un trailer que lo paseará
por sobre el público). Se detiene para esperar a sus compañeros y,
cuando me reconoce en un costado, me saluda tímidamente con l mano.
Quizá no sea este el clásico gesto de una estrella de rock, pienso, y
acto seguido Stanley levanta un pulgar frunciendo los labios. Minutos
después aparecen Frehley y Simmons, con su pelo atado en un rodete,
compenetrado con su personaje: el vampiro que creó en homenaje al cine
gore y de clase B que poblaron su adolescencia. Criss sale corriendo del
camarín y se une a sus compañeros. Apenas le llega al pecho. En el
llano, la gente se impacienta. Es hora de salir a dar batalla.
Que decir de KISS en vivo,
de sus máscaras nostálgicas, que no se haya dicho ya? Los cuatro se
divierten como en el jardín de su casa. Simmons juguetea con su lengua
en las narices de los fotógrafos. Stanley se pasa la guitarra por debajo
de la pierna o la cuelga sobre la espalda mientras sigue tocando.
Frehley, el único algo excedido de peso, se mantiene en reserva y sólo
salta al centro de la escena durante sus solos y cuando canta algunos de
sus clásicos. Criss tiene su momento de gloria cuando se eleva la
plataforma de la batería y él queda suspendido allá arriba, durante un
solo que calma su narcisismo.
En algunos pasajes del show
la multitud se calza los anteojos tridimensionales. Los espectadores
parecen un prolijo grupo de cinéfilos en trance. No se puede negar: para
bien o para mal, KISS es un circo de rock and roll, algo que sus
integrantes reivindican a cada paso.
Al final, Simmons ataca con
su bajo el galope inicial de “Fui hecho para amarte”. Y entonces sí
entro en mi propio túnel del tiempo. No estamos en 1999, sino dos
décadas atrás: en la Argentina de la dictadura se desata una virulenta
campaña anti KISS y una revista “seria” falsea la letra del tema (“Fui
hecho para amarte, fui hecho para matarte” era su intencionada
traducción de esa canción más que ingenua) para demostrar la intrínseca
corrupción del rock and roll que amenazaba con degenerar a la juventud
argentina. Tarde pero seguro entiendo por qué Stanley y compañía me
despertaban –como a buena parte de mi generación- tantas simpatías. |